jueves, 18 de octubre de 2012

Maestro chcolatero

Mi padre era un chocolatero conocido en toda la región por la exquisitez de sus dulces y siempre me contaba que, ya en el vientre de mi madre, me volvía loca con cada bocado de chocolate.
Recuerdo un invierno que mi padre enfermó y para ayudarle en el obrador, contrato a un chico. Hugo.
Nunca me gustó ese nombre, me suena a lodo, como a sapo.
En el obrador el trabajo comenzaba muy temprano, de madrugada y yo, cuando me despertaba aún de noche, disfrutaba fisgando sentada en la escalera que comunicaba la casa con el lugar de trabajo.
Me trae tantos recuerdos el olor a chocolate….
Mi padre mejoró poco a poco hasta restablecerse por completo, pero se había encariñado de su aprendiz y el joven Hugo siguió con nosotros.
Habían pasado los años, y yo seguía con esa costumbre, si me despertaba, bajaba sigilosa la escalera hasta sentarme en el umbral, en la oscuridad, a observar el trajín de los dos artesanos. Pero ese día algo llamo mi atención poderosamente. No era el chocolate, su olor o el ritual del removido con paleta. Había algo más. ¡Era Hugo!
De repente me di cuenta de que ya no era el niño que ayudaba a mi padre. Su espalda había ensanchado, su voz era más fuerte, su pecho musculoso…
Mi cuerpo se estremeció. ¿Qué me pasaba? ¿Qué era esa sensación, ese cosquilleo? En un momento entendí lo que Dori, mi compañera del instituto, quería explicar cuando contaba lo que hacia con Toño, en el almacén de su padre.
Una cascada de pensamientos lleno mi cabeza. Hugo y yo desnudos, no se donde. Su lengua recorriendo mi cuello, llenando mi boca, lamiendo mis tetas, acariciando mi ombligo y bajando firme, sabiendo a donde quería llegar. Yo húmeda, ansiosa, deseando sentir “eso” que Dori contaba. Imaginaba que “eso” se le ponía duro, que era caliente y grande, que la metía en mi boca, la rodeaba con mis labios y la chupaba como un chupa chups mientras dejaba que Hugo jugase con su lengua entre mis piernas.
-¿Qué haces ahí? El suelo esta frío, te vas aponer mala. Tu padre no está.
En el obrador estaba solo Hugo, con su hermoso cuerpo y ese olor a chocolate. Se acercó y me llevo hasta la mesa de trabajo.
_ Mira, estos son idea mía ¿Quieres probarlos?
Sobre la mesa había unos bombones, pero yo no quería chocolate, quería probarle a el.
Lentamente fui acercándome hasta que mi boca estuvo pegada a la suya, sentía que el también se acercaba a mi, que me rodeaba con sus manos. Me subió a la mesa y comenzó a besarme como Dori contaba, como yo había imaginado.
De un manotazo tiro todo lo que había sobre la mesa, me tumbo boca arriba mirándome, lamiéndome, besándome…
Mi camisón fue subiendo y poco después su pantalón empezó a bajar.
Yo sentía una urgencia, un deseo irrefrenable de que entrase en mí. El, excitado, disfrutaba recorriéndome con su lengua y sus manos.
En algún momento gire la cabeza y la vi. Mi madre miraba desde la escalera. Su cara mostraba una mueca triste, lloraba.
-¡Hijo de puta!
Su grito saco a Hugo de la frenética tarea
-¿Cómo puedes ser tan cabrón? ¡Te he dado todo lo que has pedido y tú me haces esto!
Estaba confundida. No era mi a quien reprochaba mi madre, si no a él.
-Mamá yo…
-¡Cállate! ¡Eres un cerdo, no tenias bastante con follarte a la mujer de tu jefe, también tenias que tirarte a su hija!
Una lluvia de cacharros voló sobre mi cabeza en dirección  a Hugo. El no dijo nada, se limito a coger sus pantalones y salir por la puerta del obrador.
Mi madre estaba derrotada, llorando sentada en el suelo, despeinada. Yo no sabia que decir, a mis dieciséis, me resultaba inconcebible que una mujer de cincuenta, se sintiese atraída por un chico de veinte.
Para mi padre la historia fue que mi madre había pillado a Hugo intentando abusar de mí.
Mi madre y yo nunca volvimos a hablar del tema, pero cada vez que como bombones, siento ese cosquilleo en el vientre, ese deseo húmedo que Hugo hizo que sintiese aquella madrugada.

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